lunes, 6 de abril de 2009

Un cuento antes de dormir

A veces tengo pensamientos que no están empapados de veneno. No son ocasiones abundantes, pero ocurre de vez en cuando. A veces digo algo bonito en vez de escupir ácido de batería. Una de esas veces se me ocurrió un cuento. No es demasiado original, ni pretende ser profundo; sólo es un cuento.
Así que esta vez, por cachabas, el post ha de ser largo.


¿Puedes oír mi voz?

Cuando era niña no tenía miedo de la oscuridad, ni de los monstruos, ni de todas esas tonterías que asustan a otros niños. Son cosas de cuentos y yo sabía que no existen. Tampoco tenía miedo a hacerme daño, ni a que se burlaran de mi; si me hacía daño me ponían una tirita, y si otro niño me hacía burla le daba una patada. No me daban miedo ni las inyecciones.
Mis profesores decían que era muy lista y que me fijaba en todo. Sacaba buenas notas y me llevaba bien con mis compañeros, aunque la mayoría me parecían un poco tontos. Mis padres estaban muy contentos conmigo. A los once años ya me dejaban ir sola en el autobús, y mi madre me mandaba a hacer recados. Yo sabía que no tenía que hablar con desconocidos y todo eso, pero me gustaba mirar a la gente. Sabía enseguida si iban a trabajar o a casa, si tenían un buen día o estaban preocupados.

Un día tropecé al bajar del autobús y caí sobre un hombre mayor que iba delante. Le pedí perdón, y él sólo sonrió. Entonces me di cuenta de que no me había caído sobre él, sino que él me estaba sosteniendo. Había visto a aquel señor otras veces en el autobús, pero no era muy interesante. Iba siempre bien vestido, con un sombrero y un abrigo de paño negro, y solía mirar por la ventana con cara de cansado. Me parecía que aquel hombre tenía una vida triste.
Al día siguiente mi madre me mandó a otro recado. Con el dinero de la vuelta compré unos caramelos, porque mi madre a veces me lo daba de propina. Al volver en el autobús vi al señor del abrigo; como no le había dado las gracias le ofrecí un caramelo. No dijo nada, sólo lo cogió y sonrió. Entonces me di cuenta de que el hombre no era tan mayor. Además los ancianos huelen un poco raro, pero él olía a miel y rosas. "Seguro que tiene un jardín", pensé. Desde entonces si llevaba caramelos o bombones le daba alguno cuando le veía; él sonreía pero nunca hablaba.

Cuando cumplí doce años di una fiesta, como todos los años. Invité a todos mis amigos pero algunos no vinieron. Me puse un poco triste, pero pensé que si eran tan tontos para no venir, peor para ellos. "El próximo año no les invitaré". Pero al año siguiente vinieron menos aún, y me di cuenta de que ellos tampoco me invitaban a sus fiestas. Aquello me enfadó mucho. "Son todos estúpidos, me tienen envidia y por eso no quieren ser mis amigos". Pero no quería quedarme sola; eso sí que me daba miedo.
Al día siguiente estaba tan triste que casi tuve un accidente. Al cruzar la calle alguien me agarró. Me asusté y grité; pero entonces me di cuenta de que el semáforo seguía en rojo y pasaban coches. Cuando me soltó le vi: era el hombre del abrigo. Iba sin sombrero... ¡no era nada viejo! Seguro que mi padre era mayor que él.
Estaba avergonzada, porque casi cruzo sin mirar y él había evitado que me atropellaran.
-Gracias -le dije muy bajo.
-De nada.
Era la primera vez que me hablaba.
-Siento haberle gritado.
-Todos gritamos a veces.
No parecía enfadado. Ahora tenía curiosidad y le pregunté:
-¿Quién es usted?
-Yo trabajo para Dios.
-Ah, ¿es un cura?
Sonrió, pero no dijo nada.
-No me ha respondido. ¿Es un cura o no? -le dije algo molesta. Se inclinó y me dijo, con voz tranquila:
-No. Soy un ángel.
-¡Eso es mentira! ¡Déjeme en paz!

Salí corriendo. Se creía que era una niña boba y me había mentido; ya no me gustaba. No quería verle más, ni a los tontos de mis amigos, ni a nadie. Me fui a casa, llorando; me sentía más triste y sola que nunca.
Me volví muy callada, y la gente no se molestaba en hablar conmigo. Ya casi no hablaba a nadie en el colegio, hasta que una niña que se llamaba Micaela me preguntó qué me pasaba. Nunca le había hablado porque me parecía muy infantil (le daba miedo la oscuridad), pero me habló cuando ya nadie lo hacía. Desde entonces Micaela y yo nos hicimos amigas; resultó que tenía mucho sentido del humor y siempre nos reíamos juntas, y pensé que a lo mejor los otros niños no eran tan tontos como yo creía.
Al hombre de negro no lo vi más. "Aunque me haya mentido creo que era buena persona". Le pregunté al conductor si sabía qué le había pasado, pero no supo a quién me refería. Una vez subió un señor de negro que miraba por la ventana, triste, y creí que era él; pero no podía ser porque era demasiado viejo.
Por fin decidí contárselo todo a Micaela. Creí que se reiría, pero me dijo muy seria:
-A lo mejor era un ángel de verdad.
-¡Cómo iba a serlo! Los ángeles tienen alas.
Caí en la cuenta de que ahora había dicho yo una tontería, pero ella respondió:
-Es verdad, tienen alas.
Lo dijo tan seria que parecía haber visto miles, y acabamos riéndonos de aquello. Sin embargo me dio pena no ver más al hombre del abrigo negro.

Las dos fuimos al mismo instituto. Allí hice nuevas amigas, pero Micaela seguía siendo la mejor de todas. Además los chicos me encontraban muy guapa, y siempre andaban detrás de nosotras. El segundo año empecé a salir con Gabriel, un chico inteligentísimo y guapo del curso siguiente. A él no le gustaba Micaela, pero yo no dejaba de ir con ella; nunca dejaríamos de ser amigas.
Fue todo perfecto hasta que cumplí los dieciocho. Gabriel ya estaba en la universidad, y dejó de verme porque "le parecía un poco cría". Era Navidad y Micaela estaba de vacaciones con su familia, así que no tenía a quién hablar. Tampoco quería contárselo a mis padres, así que me fui a una cafetería, sola y con ganas de llorar. "Ojalá estuviera Micaela; ojalá pudiera hablar con alguien..."
-¿Puedo sentarme?
Levanté la vista. Un chico de unos veinte años estaba delante de mí, con una sonrisa amable. No le conocía pero no me importaba y le dije que sí, al menos tendría compañía.
Por un momento sospeché:
-¿No serás amigo de Gabriel?
-¿Quién es? ¿Tu novio?
El chico seguía sonriendo, y entonces me fijé de verdad en él. Parecía normal, pero al mismo tiempo era increíblemente guapo. Me puse colorada.
-Ya no... Ni quiero verle.
Le conté lo de Gabriel, y me escuchó como si fuese mi mejor amigo. Cada vez me sentía mejor. Tenía una voz encantadora, y un olor... olía a...
Miel y rosas.

Iba bien vestido. Y sobre el respaldo de la silla tenía un abrigo de paño negro. Empecé a marearme.
-¿Quién eres? -pregunté.
-Ya te lo dije una vez -respondió.
-No puede ser... eres demasiado joven. Él era viejo, cansado...
-Eso depende de vosotros. Cuanto menos creéis más débiles somos. Si creéis en nosotros, nos hacemos más fuertes.
-Eso... eso es absurdo. ¡Nadie ve ángeles!
-Todos podéis vernos, pero muy pocos nos oís -respondió.
-¿Por qué?
-Porque no nos habláis.
Me sentía confundida. Como si fuera una niña pequeña dije:
-Mi amiga Micaela dice que los ángeles tienen alas.
-Seguro que tu amiga tiene razón -contestó, y sonrió aún más.
-Te estás burlando de mí. No me creo nada de eso.
-Si no lo creyeras, no estaría aquí.
Empecé a asustarme, aquello no era posible.
-Es mejor que me vaya -le miré a los ojos-. No quiero verte más.
Me levanté y me fui de la cafetería, casi con miedo, pero sintiendo que había perdido un amigo.

A la semana siguiente fui con mis padres a esquiar. En la estación me encontré con unas compañeras de clase y pronto me olvidé de todo, nos dedicamos a hacer carreras y batallas de nieve. Pero tuve una mala sorpresa: una de ellas iba con Gabriel. Yo había aprendido a esquiar con trece años y se me daba bien, así que la desafié a bajar por una de las pistas difíciles.
-La última paga las pizzas.
Me lancé cuesta abajo más y más deprisa; tenía ganas de empujarla para que se cayera. "Voy a ganar cueste lo que cueste". Iba tan enfadada que ni veía la pista, hasta que me equivoqué de camino y me metí en una de las rampas más peligrosas. De repente me encontré en el aire, cayendo y rezando para no hacerme demasiado daño. Rodé cuesta abajo como una bola, completamente mareada; por un momento creí que algo negro me envolvía, y perdí el conocimiento.
Me desperté en la cama de un hospital. Tenía un brazo y una pierna escayoladas. Una enfermera me dijo que me habían recogido junto a un árbol al pie de la pista.
-Con ese golpe es un milagro que no te haya pasado nada peor -dijo, y se marchó.
Pero había alguien más en la habitación, sentado en una silla junto a la ventana. De negro, bien vestido, tan guapo y joven como la última vez.

-Tú otra vez... ¿Qué haces aquí?
Me costaba hablar. No sabía por qué estaba allí, pero me alegraba de verle. Él se encogió de hombros.
-Visitarte.
-Estabas allí, ¿verdad? A pesar de lo de la cafetería.
-Volviste a llamarme.
-¿Qué? Yo no...
-Rezaste -me interrumpió. Seguía sonriendo. Al cabo de un rato pregunté:
-En el autobús... ¿por qué estabas triste? -Él suspiró.
-Por las personas que pierden su camino; por los que no aprecian lo que tienen.
-Entonces, ¿ahora estás contento?
-Por tí, sí.
Pensé de inmediato en Micaela. Yo no sabía qué decir.
-Gracias.
-De nada.
Se levantó y se puso el abrigo.
-¿Ya te vas? -de repente no quería que se fuera.
-Ya no me necesitas.
-Pero... ¿volveré a verte? ¿A oírte?
Sonrió de nuevo.
-Siempre que me hables.
Me tomó de la mano sana. Su tacto era cálido como un día de sol. Empecé a sentir sueño, y lo último que vi fue el vuelo de su abrigo de paño al pasar por delante de mí.

-¡Buenos días! ¿Cómo te encuentras?
En cuanto abr los ojos vi la cara alegre de Micaela. Había venido a visitarme. Intenté levantarme para abrazarla pero no hizo falta, ella se inclinó por mi.
-Pues dicen que he tenido mucha suerte. Creo que no voy a esquiar en una temporada -bromeé. Pensé en contarle lo que había... ¿visto? ¿Soñado? "No, si se lo cuento me tomará por loca. Tengo que haberlo soñado." Al final me animé a preguntarle -¿me ha visitado alguien más?
-¡Qué va! Tus padres han estado todo el tiempo mientras dormías, pero soy la primera a la que dejan pasar.
"Lo he soñado... o estoy loca".
-Gracias por venir, eres una amiga estupenda.
-No hay por qué. -Alguien llamó a la puerta, y Micaela puso mala cara.- Es la enfermera, que viene a echarme. Volveré a verte. -Antes de irse se paró en la puerta-. Por cierto, ¿te han traído flores? ¡Aquí dentro huele a rosas!
El corazón me dio un vuelco. La silla junto a la ventana estaba vacía. Intenté alcanzarla con el brazo bueno, pero no llegaba. Y entonces la vi en el suelo: una pluma, blanca y brillante. Estiré la mano para cogerla y aspiré su olor. Rosas, rosas y dulce miel... el olor de un ángel. Me sequé una lágrima, y puse la pluma bajo la almohada.

Nunca he vuelto a verle. A veces cojo el autobús esperando encontrar un hombre mayor con abrigo y sombrero, mirando por la ventana. Pero aún tengo la pluma blanca con aquel olor maravilloso. A veces la uso para escribir cartas; y jamás una carta escrita con esa pluma ha quedado sin responder.